Ya hemos mencionado en conversaciones anteriores que el libro de Apocalipsis no fue escrito como una profecía del fin del mundo o del fin de los tiempos. Juan, con su poderosa visión, compuso este libro con el propósito de llamar a cada uno de nosotros a un despertar en conciencia.
Desterrado en la isla de Patmos, Juan pudo acceder a la profunda visión de lo que podemos experimentar cuando percibimos la ilusión de la separación con Dios. En este contexto, Patmos representa un estado de conciencia elevado, un refugio espiritual donde uno se aparta de las distracciones carnales y se eleva en el Espíritu. Es en este santuario interno donde se experimentan percepciones y sensaciones que no emanan del cuerpo físico, sino del Espíritu puro y divino. Cuando permanecemos en el Espíritu, el cuerpo físico se aquieta y todas las sensaciones y percepciones surgen de nuestra esencia espiritual. Es un estado de ser donde la quietud externa contrasta con una inspiradora actividad interna, un estado donde se accede a la guía y al conocimiento espiritual más elevados.
En este apartado reino mental, somos llamados a descubrir la paz y la sabiduría divina, lejos del ruido y las distracciones del mundo exterior. Aquí, en este estado de conciencia, encontramos la conexión profunda y eterna con lo divino, inspirándonos y guiándonos en nuestro camino espiritual.
Patmos significa «mortal» y como isla, sugiere un cuerpo de tierra aislado. Esto metafóricamente refiere a un cuerpo separado de su entorno mundano y elevado en Espíritu, donde se conecta con una ley divina y superior. Es como si el cuerpo se desprendiera de su ambiente físico y se elevara a un plano espiritual más alto.
La voz que Juan escuchó detrás de él en el Apocalipsis (1:10) se refiere a la conciencia invisible o subjetiva, que tiene una base de acción en el cuerpo (médula espinal y bulbo raquídeo). Esta conciencia almacena todas las palabras y pensamientos que hemos tenido. Así, la «palabra de Dios y el testimonio de Jesús» están registrados en esta «isla llamada Patmos».
En resumen, Patmos no es solo un lugar físico, sino un estado de conciencia espiritual donde uno se despoja de lo carnal para conectarse con el Espíritu. Es una condición de elevación y conexión divina que permite recibir inspiración y guía espiritual, almacenando todas nuestras experiencias y pensamientos divinos en nuestro ser interno, lejos del ruido y la confusión del mundo exterior.
Ese sitio no está destinado exclusivamente a una élite; es un espacio interior al cual todos podemos acceder mediante la disciplina espiritual y la activación del observador interno que reside en cada uno de nosotros. Es saludable observarnos a nosotros mismos, es necesario veros desde la conciencia de Patmos y apreciar que tan cerca o tan lejos estamos de nuestro Ser (Ser con mayúsculas). Eso fue lo que hizo Juan, y su visión para los cristianos de ese tiempo, sigue siendo la misma para nosotros.
Veamos una de esas visiones que tuvo el observador crístico en Juan. Revisemos los primeros versículos del capitulo 13 de Apocalipsis. Allí nos dice Juan con otras palabras que mientras se hallaba en la costa, vio emerger del mar a una criatura con siete cabezas y diez cuernos, cada cuerno con una diadema y en cada cabeza un nombre blasfemo. La bestia se parecía a un leopardo, con patas de oso y boca de león. El dragón le confirió su poder, su trono y una gran autoridad. Observó una de sus cabezas con una herida mortal que luego fue sanada, causando gran asombro en el mundo, que comenzó a seguir a la bestia. Las personas adoraban al dragón, quien dio poder a la bestia, y también adoraban a la bestia, proclamando: «¿Quién es como la bestia? ¿Quién puede enfrentarse a ella?»
Se le concedió a la bestia la capacidad de hablar con arrogancia y de blasfemar, además de autoridad para actuar durante cuarenta y dos meses. Blasfemó contra Dios, Su nombre, Su templo y todos los que habitan en el cielo. También se le permitió guerrear contra los santos y vencerlos, extendiendo su autoridad sobre todas las tribus, pueblos, lenguas y naciones. Todos aquellos en la tierra cuyos nombres no estaban escritos en el libro de la vida del Cordero sacrificado desde el inicio de los tiempos adoraron a la bestia. Que todos presten atención: quien haya de ser llevado cautivo, será llevado cautivo; quien mate con espada, con espada será muerto. Esto es la perseverancia y la fe de los santos.
La tradición ha descrito este pasaje como fotografía del anticristo. Error en esa apreciación. El único Diablo o anticristo posible somos nosotros mismos. La bestia que Juan pudo observar desde la orilla es lo que podemos ser cuando vivimos la conciencia que solo se alimenta de los juicios fundados por los sentidos. La Bestia o el Dragón representa nuestras facetas oscuras, los pensamientos y creencias erróneos que nos mantienen atados al mundo material y las limitaciones sensoriales. Esta resistencia interna refleja nuestra reticencia a evolucionar hacia una conciencia más elevada y espiritual. Podemos pasarnos la vida como bestia, viviendo en la ignorancia, creyendo que nuestro conocimiento nos puede llevar a pastos seguros.
Los Diez Cuernos contados en la visión, simbolizan nuestros cinco sentidos (vista, oído, tacto, gusto y olfato) multiplicados por dos, lo cual indica la dualidad intrínseca entre el mundo físico y el mental. Estos sentidos pueden generar percepciones ilusorias y confundirnos, desviándonos del entendimiento espiritual verdadero.
El mar representa el caos y desorden mental provocado por pensamientos equívocos que alimentan nuestra mente. Este mar de confusión es el terreno fértil donde proliferan nuestras dudas, miedos y falsas creencias. Cuando la bestia blasfema contra Dios, simboliza la negación de la divinidad y del poder inherente dentro de nosotros mismos. Al rechazar esta fuerza omnipotente, cuestionamos nuestra propia naturaleza divina y caemos en errores de juicio.
Nuestra boca, de manera imperceptible, a menudo nos transforma en dragones. No prestamos suficiente atención a nuestras palabras, no somos impecables con ellas, y las usamos para blasfemar contra la Verdad y el bien. Juzgar erróneamente el poder de Dios o su presencia en cualquier ser es una forma profunda de blasfemia. Al hablar contra la naturaleza de Dios, nos alejamos de la verdad espiritual y creamos una barrera autoimpuesta entre nosotros y nuestra esencia divina.
Dios es la única sabiduría e inteligencia en el universo. Cuando creemos, a través de nuestros conocimientos, que podemos vivir aislados de todo y de todos, actuando desde nuestra adversa soberbia, estamos cometiendo blasfemia. Al aceptar vivir una vida escasa en recursos mentales y materiales, negamos la abundancia del reino de la substancia divina, y esto también es una blasfemia. Al aceptar errores en el metabolismo y un crecimiento imperfecto de los órganos y tejidos como una realidad inalterable o incluso, como un castigo divino, olvidamos el principio de Vida que Dios representa, y eso también es blasfemia.
Podemos a través del silencio llegar a Patmos, podemos hacer un alto en el oleaje de la confusión y calmar el dragón que quiere complacer a los sentidos. No hay porque permanecer desterrados de nuestra divinidad, no hay por qué vivir una vida diferente a la plenitud, eso es lo que somos en la idea, y lo que podemos ser en la manifestación.